III Parte. José Mario Barone y el primer raid Brasil-Argentina-Colombia-New York, en 1927

Colombia - Mexico
ruta

Nuestro motor trepaba la montaña con una seguridad absoluta, cuando en una curva apareció un coche tirado por varas de mulas guiadas por tres arrieros, el ruido del motor debió espantar a las bestias, las que algo descompuestas se negaban a seguir adelante. Con el peligro de que las mulas se encabritaran, entonces decidimos parar el motor y orillar el auto hacia la derecha que nos correspondía por la dirección que llevábamos, sin apearnos del auto porque el cruce debía durar solo segundos y así evitar cualquier posibilidad de accidente, pero no habían pasado ni la mitad de las mulas cuando el camino se desmoronó en el lado donde estábamos nosotros e inclinándose el auto empezó a rodar por el abismo hasta el fondo. Yo agarrado del volante vi cómo De la Torre salía lanzado del auto. Quise saltar también, pero el auto chocó contra un árbol violentamente, quedé aturdido por el terror y la conmoción, tenía la cara llena de sangre y el hueso de la nariz me dolía horriblemente, reaccioné rápido y vi el coche al fondo del abismo, con las ruedas en el aire. Grité llamando a De la Torre, y me respondió que estaba herido, pregunté por Eugenio y la falta de respuesta me heló la sangre. eugenio

Debía estar todavía en el coche, bajé y encontré a Eugenio atrapado por el coche y la tierra, débilmente decía “Mario, Mario…”. Pedí auxilio y nadie contestó, solo saqué a Eugenio del auto, y a pesar de que yo sangraba parejo, cuando vi la herida de mi amigo comprendí que su vida se acababa. Yo tenía lesionada la mano derecha y un dedo roto, quería levantar a Eugenio pero no podía. Lloré como un niño en tal adversidad, Eugenio intentaba hablarme pero no se le entendía casi, pedía que saliera a buscar auxilio. Para salir del abismo había que subir 53 metros, los que logré escalar luego de una hora de esfuerzo, conseguí que cinco indios me ayudaran a rescatar a Eugenio, el cual ya se hallaba inconsciente. Empleamos tres horas para sacar a Eugenio de allí, luego lo llevé cargado hasta Altaquer, allí en la tarde murió Eugenio en mis brazos, lloré amargamente. Luego el dolor en mi dedo se incrementó de manera terrible y me tocó como remedio heroico y único amputarme yo mismo el dedo con una sierra. Después de esto descansé unas horas.

Luego de hacerle un ataúd a Eugenio y darle cristiana sepultura señalé con una cruz el sitio donde lo sepulté. Al día siguiente acompañado por 10 indios fui al lugar del accidente, la punta del chasis se rompió, así como las llantas de un lado, el troco de un árbol se incrustó en el radiador, alcanzando el carburador, de la carrocería no quedaba más que un montón de ruinas. Hablé con el gobernador en Pasto para que me ayudara, y envió al inspector de policía Luis Felipe Calvache con sesenta indios. Subimos con improvisada escalera hecha con troncos, primero la carrocería, después el chasis. En la noche ya estaba el vehículo en Altaquer para ser reparado. El único taller allí era una tienda veterinaria donde vendían herraduras para mulas y caballos. Con mucha paciencia y usando mis dotes de ingeniero en diez días mi coche estaba listo para reemprender la marcha. El 9 de julio dejé Altaquer camino hacia Barbacoas.

Al reanudar solo el viaje, se quedaban allí con Eugenio, mi fuerza de voluntad y mi entusiasmo, sentí toda la tristeza de la soledad. Así llegue al Diviso, un doctor me revisó la herida en el dedo, y me felicitó por mi operación, después se refirió a los dos heridos que llegaron hasta él, eran De la Torre y Américo Vecelio, los dos que iban conmigo en el accidente, estos al verme se quedaron perplejos. Me abrazaron y me pidieron perdón y que corrieron hasta Altaquer en donde declararon que Eugenio y yo habíamos muerto. Allí De la torre se ofreció a ser mi compañero de viaje hasta el fin del mundo. Seguimos entonces hacia Tumaco, luego de dos jornadas llegamos a Mercaderes, donde un italiano llamado Di lorenzo, me prestó 350 dólares a cambio de dejarle el anillo de diamantes de mi madre que valía 2.000 dólares. Así logramos los recursos para llegar hasta Tumaco.

De Tumaco partí hacia La Vega en Cauca y de allí seguí hasta Cali en una distancia de 250 kilometros, a pesar del pésimo camino llegamos a la pequeña ciudad de Cali en donde se nos dispensó cordial bienvenida, dos días después salimos hacia Buenaventura, cuya carretera hacía solo tres días se había inaugurado.

Ya en Buenaventura estaba yo indeciso sobre qué camino seguir, una región inaccesible o un camino infestado de cocodrilos. Tomé el camino hacia Cañasgordas, después de contratar a un cazador de cocodrilos de buena reputación. Mi guía, buen conocedor de los caminos, nos guió hasta Roldanillo, unos momentos difíciles nos proporcionó el Río San Juan, antes de llegar a Nóvita en el Chocó. En las orillas del San Juan mi guía me ayudó por fin a cazar un enorme cocodrilo. Al amanecer partimos de Nóvita hacia Baudó y por la playa de arena aprovechando la baja marea, llegamos hasta el Valle y luego hasta Cupica, la playa parecía una pista de cemento. Luego alquilé dos barcas, que en ocho horas de navegación sobre el río Atrato me dejaron en el Golfo de Urabá.

En Urabá, gracias a que le reparé el motor a una gran barca, el propietario, nos llevó hasta el Puerto Cristóbal Colon en Panamá. Luego de 24 horas de travesía, el día 23 de agosto estábamos en Panamá. Con la ayuda del agente de Studebaker Sr. R. E. Hopkins, se allanaron en Panamá todas las dificultades. Por la ruta del ferrocarril y con autorización especial transitamos de Colon hacia ciudad de Panamá, este trayecto de solo 37 kilómetros, lo recorrimos en diez y seis horas.

panama

El Sr. Hopkin me informó que en el hotel Bellavista habría un banquete en mi honor, le pedí permiso para cambiarme de traje, a lo que el Sr. Hopkins me dijo que no, entré al gran salón solo lavándome la cara, estaban allí toda la colonia americana y un mujererío capaz de hacer perder la cabeza al más firme hombre. Mientras la hermosa hija de Sr. Hopkins me cuidaba, al auto le hice todo tipo de reparaciones, en ruedas, carrocería y nueva capota.

El veintisiete de septiembre terminó mi recuperación, en Panamá me abandonó Alejandro de la Torre, quien víctima de la malaria, estaba muy enfermo. Allí acepté la compañía de Ghio Quinto, italiano de Turín para ser mi compañero de viaje. Emprendí el viaje con nuevos recursos económicos enviados por mi familia, con ayuda de indígenas en dos días llegamos a la frontera de Costa Rica y en un día más al timón. En la capital Costarricense se me brindó un caluroso recibimiento, queríamos hacer el salto de la muerte, pero las autoridades lo impidieron. El 26 de octubre llegamos a Puntarenas, luego alcanzamos la frontera de Nicaragua. Mi compañero de viaje venía enfermo, era más una compañía que un mecánico. Camino a Honduras los rebeldes nicaragüenses nos detuvieron y me robaron 3.000 metros de película grabados en el raid, en el forcejeo me dieron un balazo en mi mano, estuve detenido con Ghio dos días, y luego nos fugamos, después encontramos al ejército norteamericano, que curó nuestras heridas. Llegamos a Nacaome, en Honduras sin bencina, ni dinero. Allí cambié una medalla de la virgen por bencina. Seguimos y llegamos a El Salvador. Allí Red y el representante de Studebaker, nos acogieron dándonos toda clase de recursos. En El Salvador Ghio me dejó y mi secretario Red le sustituyó hasta el final de mi Raid.

En Guatemala estuvimos cinco días, de allí partí hacia Méjico. Desde Tachapula en Chiapas, Méjico, burlamos el camino utilizando la vía férrea, con este sistema llegué a Córdoba (Veracruz) al octavo día, burlando la vigilancia férrea de noche. Sobre rieles intenté acortar la distancia de Córdoba a Méjico, pero detuvieron mi auto, pagué 395 pesos de multa y continúe por Puebla hasta Méjico.

mexico

A la entrada a Méjico fui escoltado por más de 900 automovilistas que me aclamaban, fue tal la ovación que lloré de emoción. El auto club Mejicano preparó una corrida de toros a mi honor. Luego continué mi viaje hacia Toluca, luego hacia San Luis de Potosí, donde los rebeldes tenían tomada la región, allí un grupo de ellos nos daba el alto apuntándonos con fusiles, y cuando iba a llegar donde ellos apreté a fondo el acelerador y agachando mi cabeza, salí disparado a más de 100 kilómetros por hora. Una verdadera lluvia de proyectiles silbó a nuestro alrededor, a los pocos segundos estábamos fuera de su alcance. Luego alcanzamos Monterrey ya en la frontera con los Estados Unidos.

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